No encontré gallegos en el barrio latino

No encontré gallegos en el barrio latino

MANUEL DOBAÑO PELÁEZ

Sentado plácidamente en la terraza de Saint Séverin –no muy lejos de Notre Dame-, me disponía a degustar una cerveza y a ejercer un poco de voyeur, con la intención de distraer una lánguida tarde de otoño en París. Después de abonar la consumición -¡49 francos del ala!-, empecé a hojear El País, que minutos antes había adquirido, previo pago de 12 francos, en el quiosco de al lado. De repente, se me plantó delante de mi mesa un tipo verdaderamente extraño y singular que, puño en alto, me espetó a quemarropa: “¡¡la Pasionaria vive!!”, y repitió, “¡¡la Pasionaria vive...!!”

Tras unos segundos de vacilación, no tuve más remedio que contestarle con un más que convencional y tímido: “¡vive, vive…!”. Segundos después, mi anónimo increpador desapareció -con semblante feliz-, entre la marea humana que a aquellas horas inundaba el barrio latino. Hombres y mujeres, de todas las razas inimaginables, componían a orillas del Sena un bonito mosaico antropológico que me recordaba que el futuro del mundo será definitivamente mestizo.

Ya bien entrada la tarde, me dejé caer por la rue de Xavier Prives, la placa del cual rememora la figura de este popular poeta y chansionner, que vivió a caballo de los siglos XIX y XX, y también recorrí la rue de l’Huchette. En ambas calles abundan los restaurantes griegos. Luego, en una tienda de souvenirs, una dependienta colombiana me vendió una cerámica de Limoges, y en la Place du Petit Pont, una pareja -naturalmente nipona-, me pidió que le hiciera una fotografía.

Pero antes de que me sucediera todo esto, comí en un restaurante de la rue Saint André-des-Arts, donde compartí mesa y mantel con una joven pareja de California que -a pesar de mis facciones más bien celtas-, me confundió con un chicano, al percatarse de que me comunicaba con la camarera en un idioma parecido al que hablan los hispanos en Yankeelandia.

En mi posterior visita a la sede de la UNESCO (1), en la Place Fontenoy, una vez más me resultó gratificante la experiencia de convivir durante unas horas con personas de prácticamente todas las partes del mundo; si bien, al final, me integré en un pequeño grupo de trabajo constituido por ciudadanos de Francia, Italia, Portugal, Hungría, Rumania y Moldavia. De camino hacia el hotel, no pude evitar el pensamiento de que, efectivamente, París sigue valiendo más que una misa…

Pero de aquella gratificante estancia parisina me sorprendió bastante no haberme topado con ningún paisano gallego en tan popular y cosmopolita rincón del mundo. La verdad es que tampoco se me ocurrió preguntar a un gendarme algo así como: “¿Oiga, no ha visto pasar por aquí a un amigo mío de Xinzo?”, tal como, después de la Guerra Civil, aseguran que un antelano interpeló a un guardia urbano de Madrid, al que le dijo si, por casualidad, había visto pasar por allí al Robustiano de Xinzo (2).

 (1). Este texto está inspirado en las pequeñas vivencias de un viaje que realicé a París cuando era secretario general de la Federación Catalana de Clubes UNESCO, en tiempos en los que aún reinaba la peseta.   

(2) Esta es una leyenda urbana que durante años circuló por Xinzo de Limia y que, se asegura, es verdadera.