“Las Sabidillas” y otras inocentadas

“Las Sabidillas” y otras inocentadas

MANUEL DOBAÑO

La inocentada que más recuerdo es la que me organizaron unos familiares en mi villa natal de Xinzo de Limia (Ourense). Corrían los años 50 de un recién estrenado y crudo invierno galaico y, ante mi ignorancia, el calendario señalaba que era 28 de diciembre. Confiado y, sobre todo, muy abrigado, salí a la calle. Pronto me percaté de que alguien me llamaba a lo lejos. Era Gonzalo Peláez, primo hermano de mi madre, que a la puerta del comercio de tejidos que regentaba, junto con su hermano Juletas, no paraba de hacerme gestos con la mano para que me acercara.

Recuerdo que por allí también andaba mi primo Quinito Peláez y alguien más. Debidamente compinchados, me propusieron que fuera al estanco de “Las Sabidillas” (me señalaron la dirección) y que comprara un paquete de tabaco, pero que tenía que ser de la marca “Sabidillas”, con la firme promesa de que, a la vuelta, me recompensarían con una peseta, entonces todo un fortunón para un niño de ocho o nueve años.

No me lo pensé dos veces y, con paso decidido, para allá me encaminé y, una vez dentro del establecimiento, no me corté ni un pelo y reclamé el pedido que me acababan de hacer. Fue entonces cuando observé que la dueña del estanco, una viuda con fama de muy malas pulgas, se adentró en la trastienda del negocio y, escoba en ristre, salió de detrás del mostrador y me corrió hasta el espolón de la plaza, sin dejar de darme escobazos y de gritar al unísono: ¡¡¡Toma sabidillas, sinvergüenza!!!

No es necesario aclarar que, en mi olímpica carrera, mis pies no tocaban el suelo, por cuya razón, la enfurecida estanquera apenas logró arrearme un par de escobazos. Sobre el resto de la historia, ya se la pueden imaginar. Con el inevitable sofoco a cuestas y con cara de muy malos amigos, exigí a mi pariente la prometida comisión, advirtiéndole que si no lo hacía así, no le devolvería el duro que me dio para pagar el envenenado paquete de marras.

Al final, la cosa se resolvió pacíficamente, pero lo que más me humilló fue el coro de risotadas que sentí alrededor, mientras no paraban de repetirme aquello de “¡inocente, inocente!”. Sin embargo, esta experiencia no fue suficiente escarmiento. Al año siguiente, prácticamente los mismos protagonistas, me encargaron que fuera a recoger “la piedra de afilar las agujas” a los “Almacenes Díaz”, que distaban bastante de “La Perla”, el comercio de los hermanos Peláez.

Al llegar a mi destino, el tal Díaz, previamente alertado de la broma, me endosó un saco, en cuyo interior había una piedra de considerable peso. No les cuento el epílogo de esta segunda inocentada, porque mi autocensura no me lo permite. Lo curioso de todo es que, con el paso del tiempo, fui a recalar a Cataluña, donde me casé con una persona que responde al nombre de Inocencia (Ino, para los amigos).

Siempre que rememoro este suceso, acude a mi mente la delirante escena de una película italiana de hace unos años, en la que el protagonista se llamaba algo así como Cornelio Caprone y que sospechaba que su santa esposa le engañaba con su mejor amigo, quien, a su vez, le reprochaba que con semejante nombre y apellido estaba “predestinato”.